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La ciudad electrizada

Nadie necesita que le digan que la ciudad está contaminada, que hay miradas hostiles, que los edificios son demasiado altos, que las esquinas demasiado puntiagudas. Las veredas son grises, sí, y hay tanta gente de manos maltratadas y deudas tristísimas, terribles.

Nadie necesita que se lo recuerde: todos lo sabemos, todos lo vivimos. Meter el dedo en la llaga no es invocar la rabia sino el suicidio: la historia ya nos mostró que el torturado afirma y testifica cualquier relato con la esperanza del acabar. Así, solo se reduce al otro a asentir. Y lo hará, con tal que lo dejen tranquilo. Decir que el mundo va mal es tan bienvenido como decir que llueve un día de tormenta; y así de útil.
Entonces llueve, entonces estamos ante la lluvia. Maldigamos al cielo, que más da, démosle hoy una moneda al mendigo que así podremos llegar a abrazar el café sin sentirnos mal. Ocultémonos del paragua, que nos han dicho que el agua moja, que los rayos asustan, que corre viento y el viento es frío. Nos han dicho. Nadie necesita que le digan que la ciudad está fría, que tiene sombras, que los gorriones caen muertos y van a dar a los desagües. Todos saben que la muerte nos ronda todos los carriles, que ayer hubo fuego y donde cenizas quedan hubo un hombre quemado.

Es otro el relato que la constelación humana merece.

La ciudad electrizada, la ciudad como velocidades en colores, como el confín infinito. Los edificios como madres de vientos, las veredas como una casualidad, cada traseúnte una ontología y una bestia y un tótem. La ciudad en los ciudadanos, los muros algún día como vidrios polarizados, y esa es la mayor sinceridad: sabemos que cruzar la calle es una forma de desnudez.

«¡Ajá! ¿Es que piensa usted que yo creo en fantasmas? ¿Pero de qué me sirve no creer?», cuando todos somos fantasmas extendidos, ocupándo todos los lugares posibles de ocupar. Sí, elijir qué alucinar. Porque el alucinar de por sí es una facultad humana, inevitable, pura biología. Mientras tantos se desviven en darle al mundo los horrores que le sobran, parece mejor construir el paisaje sobre el puente, la visión posible. Porque si donde hay tierra hubo mar, y en la tierra se construyó un cerro, y en el cerro se terminó un imperio, y sobre las cenizas se fundó una ciudad, y sobre la ciudad vigila una virgen, pero tras ella aun respira en nuestra nuca una momia indiana; ¿Dónde hemos venido a nombrarnos? Odiamos no más que el odio que ha sido inculcado. Odiar la ciudad es la única forma que perviva como ha pervivido, en ese orden, en esa ley, ese terrible orden, esa terrible ley.

Por eso, el poder de todo lo inesperado, de que lo no saben cómo castigar, de lo que nadie esperaba celebrar. Ser siempre humano, entender el azar como un orden, las pasiones como una necesidad. «Sólo la humanización devolverá a la naturaleza el derecho que le arrebató el dominio humano de ella», hay que dejar de sentir la ciudad como una extranjera y añorar el regreso no las cavernas sino a una Shamballa futura, una ciudad subterranea miles de años delante, electrizada y natural. Los hombres vienen del centro de la tierra, y el primer útero no es más que un astro que aun nos vigila; todo relato es posible. No aleguemos al estado natural como si la naturaleza supiera estarse quieta. ¿Acaso la ciudad no es un paisaje? ¿Acaso el arrebol no se refleja en las ventanas y se torna infinito? ¿O es que acaso debemos maldecirnos a diario porque creemos ser algo inesperado, antinatural dicen, como si el mundo nunca hubiera conocido grandes construcciones, complejas sobrevivencias, horizontes impensados?

La ciudad no está en las avenida: La totalidad tiene forma de calles interiores.

Ya nadie necesita saber que las palomas traman algo, que la muerte nos ronda, que la resurrección es una excusa para el caliz de oro. Ya todos lo saben. Por eso, la transformación no es un diagnóstico sino una heroicidad diaria, silenciosa: ser tespio antes que lacedemonio. Todo nuevo mundo nace con una alucinación colectiva.


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